''Qué importa ser poeta o ser basura''
Decía Extremoduro.
Yo elegí basura.

jueves, 30 de enero de 2014

Microcuento: Ya no temo al miedo

Corría, una vez más, sin rumbo, inseguro de sus pasos, con el viento acariciándole el rostro. No había nada semejante a la sensación de correr; así se sentía libre, ajeno al mundo, dueño de si mismo. Nadie podía molestarle. Nadie podía detenerle. Estaba solo; él contra el mundo. ¿Cuántas veces habría deseado poder desaparecer de repente, comenzar a correr y correr y alejarse de toda su vida? La lluvia cubría su rostro, no veía más allá de sus pies. Nunca un hombre se había sentido tan libre, tan fuera del mundo. Y es que la clave para la libertad está en alejarse del mundo. Cuanto más se acercaba, más personas restringían su libertad, más atado se sentía. Allí, con la naturaleza, no había reglas.
Pero huir del mundo no era más que una respuesta al miedo: nadie huye si se siente seguro, si no tiene miedo. Los valientes dan la cara y prosiguen la vida; es trabajo de cobardes, en cambio, desaparecer en cuanto se presenta una oportunidad. Pero el miedo es un ser maligno, le consume, saca lo peor de él y lo controla completamente. No se puede huir del miedo, pero si plantarle cara. Y es ese el cambio que proporciona la diferencia de cobarde a valiente.
Decidió, entonces, dejar de ser cobarde. Se paró en seco, se giró en redondo, y gritó. Gritó alto y a la lluvia.
''Ya no temo al miedo''

lunes, 27 de enero de 2014

Microcuento: la sombra de la muerte

Bajo la luz de la luna, todo adquiría una tonalidad misteriosa y enigmática. La luna brillaba en lo más alto del cielo, imponente, desafiante. "¡Quien pudiera ser la luna! ¡Tan hermosa, tan brillante, tan llena de luz! Controlándolo todo desde allí arriba, testigo de todos los secretos de la noche." Pensó. Su rostro estaba ya marcado por la edad, y su pelo estaba coronado por una cumbre de nieve. Sabía que su final se acercaba, pero lo único que deseaba era contemplar la luna una última vez, como había hecho cuando era joven, cuando él la acompañaba.
Ahora era su perro fiel el que estaba a su lado, viejo ya, con ojos empañados y patas débiles. A los dos les quedaba poco camino en el mundo; la vida se les escapaba suspiro a suspiro. Ella, observando a su perro, recordó el momento en el que él se lo había regalado, cuando apenas era un cachorrillo. Eran tiempos felices, todo estaba donde debía, todo era perfecto. Amar era perfecto.
Pero una vida a su lado ahora se le antojaba demasiado corta. Desearía poder volver a vivir con él como cuando él vivía. Pero la vida es dura y nos lleva a todos, a su paso, tiempo al tiempo. Lo que más deseaba en ese momento, y lo deseaba con todas sus fuerzas, era poder volver a acariciarle el rostro, una única vez, solo eso. Volverle a sentir vivo, una única vez. Pero Dios, o los astros, o lo que quiera que haya ahí arriba, no concede oportunidades. Y, pensándolo bien, ¿cuántas más personas habrán sentido lo mismo a la sombra de la muerte? Ella solo era otra anciana más, que veía su vida desvanecerse y solo deseaba estar viva otra vez. Está claro: nadie quiere morirse.
Quizás su vida no hubiera sido perfecta, pero se sentía feliz, y por un momento comprendió que, aunque desearía volver a estar viva, se sentía en paz, porque se sentía orgullosa de su vida, de como la había vivido.
Ya no se sentía viva. Le faltaba algo, le faltaban besos, caricias, noches con un brazo rodeandola, un hombro en el que llorar, un amigo con el que reir, un cuerpo al que amar. Le echaba en falta.
Y un segundo antes de morir, deseó con todas sus fuerzas volver a estar junto a él: se concentró en ese único pensamiento. Esta vez Dios le hizo caso. Y así, en un suspiro, abandonó el mundo. Ahora estaba junto a él, para toda la eternidad.