''Qué importa ser poeta o ser basura''
Decía Extremoduro.
Yo elegí basura.

sábado, 12 de abril de 2014

La pequeña historia del ser inexistente.

Estaba sola. Noche tras noche, sola. Sentía como si viera la vida a través de un espejo roto que le mostrara un reflejo defectuoso. Se veía a sí misma, triste; y a él, tan feliz, tan brillante. Y así pasaban los días: era un despojo para él, algo inservible. Recordaba como había sido el principio de su historia junto a él y le parecía otro mundo. Pero claro, todos los principios son hermosos; después, la gente cambia. Y las llamadas de largas horas se convirtieron en horas esperando por una triste llamada; las sonrisas al verse se convirtieron en risas de desprecio; los "te hecho de menos" en "necesito más tiempo solo". Y así, poco a poco, él la fue dejando. Quizás era normal que el amor siempre acabara así, quizás nos acabamos cansando de la gente con el tiempo, quien sabe. Pero cada noche, cuando él nunca volvía, ella pasaba las noches en vela, llorándole a la luna, sentada en su vieja silla de mimbre. Él volvía a la madrugada, con olor a otra colonia y la camisa manchada de pintalabios rojo. Ella callaba y nunca veía nada. No quería ver nada. ¿Esa iba a ser su vida? Está claro que ella nunca conoció nada mejor.
Y tras llegar a casa día tras día, se encontraba con la indiferencia, o con los enfados sin más que terminaban en patadas o puñetazos. Su rostro, tan hermoso, quedaba a veces estropeado por las horribles marcas moradas y la sangre. Entonces volvía a su silla de mimbre, a llorarle a su luna.
Pasaron los años. Las arrugas, cicatrices y lágrimas ya dejan su huella. La belleza se muere. ¿Qué vida ha sido esa? Él parecía más joven que ella, cuando era al contrario. Será que la tristeza envejece, pero a ella no le preocupaba. Ella seguía con su luna, y él la llamaba loca, paranoica; y la empujaba, pero ella nunca se movía. Ella lloraba, lloraba porque hechaba de menos a aquel hombre que la había hecho feliz. Nunca tuvo el valor para irse. Nunca tuvo el valor para nada. Y ahora contemplaba su vida irse, en el reflejo de la ventana.
Un día él la obligó a moverse de la ventana. La empujó, la tiró de la silla, la zarandeó, pero no se movía. Ya nunca más se movería. Estaba muerta. Él, indiferente, tiró el cuerpo inerte al suelo y salió de la sala, pensando con alivio que se había librado de una carga.
Quizás ahora ella si podrá ser feliz.